El odio, de Diego Tetián
Libros Sí2 de septiembre 2022Editado por la UNGS, compartimos la introducción de este libro del exdecano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Consideraciones spinozistas.
En una obra teatral estrenada en 1944, pocos días antes de la Libération (A puerta cerrada), Jean-Paul Sartre escribió una muy conocida frase de amplia circulación en el mundo intelectual de entonces: “El infierno son los Otros”. Con ella resumía la radical heteronomía de la existencia humana: es la mirada de los otros, el juicio de los otros lo que condena o lo que salva. Sin embargo, el vínculo entre los seres humanos nunca es inmediato ni puramente visual, sino siempre político, mediado por un efecto de lenguaje, investido por una elaboración retórica, cultural y conceptual que establece la forma que adopta la experiencia de otros, con quienes estamos existencialmente condenados a establecer vínculos. Uno de ellos es el odio.
El odio es una relación humana originaria, efecto de la finitud y la multiplicidad fáctica propia de la condición humana (tal vez a ese carácter primario aludía Freud cuando escribió que “el odio es más viejo que el amor”).
Sucede porque el otro –que está siempre ahí– es primariamente una perturbación del deseo. Como principio de un realismo político, su registro precave del idealismo que considera inmediatamente al otro en puros términos de compañía y de cooperación.
Saturado de seres humanos en su mayoría desconocidos, habitado por muchas personas muy diferentes entre sí, el mundo es el lugar del otro. Justamente eso desencadena la conversación filosófica, ética y política: el hecho de que el mundo es un mundo de otros vinculados entre sí por una ininterrumpida circulación de pasiones; esta inmediata situación existencial, la experiencia del mundo como manifestación de lo múltiple puro es una de las más elementales motivaciones del pensamiento.
La principal deriva afectiva del odio es la guerra. El gran filósofo de la guerra es Thomas Hobbes. Según su pensamiento, el otro es básicamente una amenaza. En general, las causas de la guerra para Hobbes son tres: el deseo de propiedad, de poseer lo que otro tiene; el deseo de seguridad de los que tienen respecto de los que no tienen; y el deseo de superioridad sobre los demás. La seguridad –asunto siempre actual– es algo, dice Hobbes, a lo que natural o razonablemente los seres humanos se hallan inclinados cuando presumen que los otros van a hacer, respecto de los objetos ajenos, lo mismo que haría cualquiera si estuviera en su lugar.
Pero, asimismo, es posible un desvío de la filosofía hacia la evocación de un episodio muy conocido en la historia de la literatura, que permite indagar el origen de la política de manera alternativa a como lo hace el Leviatán de Hobbes; solo que se trata de una obra de ficción, de una obra literaria: Robinson Crusoe, la que Daniel Defoe escribió en 1719. El libro narra la historia de un habitante solitario en una isla desierta. ¿Cuáles son las pasiones de Robinson? En una isla de un solo habitante no hay otros a quienes amar u odiar, ni sobre los cuales ejercer el poder y la dominación; y, podría concluirse, no hay estrictamente política. La política comienza cuando –es uno de los momentos más emocionantes del libro–, luego de diecinueve años de pescar, criar cabras y acumular objetos en absoluta y autosuficiente soledad, mientras camina por la playa, de improviso, Robinson descubre una huella humana. Una huella: la inminencia de otro. No ve a otro, solo detecta su inminencia.
En un pasaje de la Crítica del juicio, Kant se pregunta qué sentiríamos si viéramos en la playa no una huella, sino un polígono regular. Resulta interesante recordar –más allá de la conocida referencia irónica de Marx a las “robinsonadas”– qué ha hecho la filosofía con el episodio robinsoniano. En la variación kantiana hay una intencionalidad, pero una huella es un rastro involuntario, lo que un ser vivo deja a su pesar, sin querer (en un cuento de Ray Bradbury, alguien que camina sin rumbo por la playa encuentra a Picasso dibujando en la arena; después viene la ola y borra un dibujo efímero que se pierde para siempre). Un dibujo es siempre una intencionalidad, en este caso, en un lugar desierto, en una playa.
En un relato llamado Foe, Coetzee reescribe la situación robinsoniana (quien llega es una mujer y no despierta pasiones tanáticas ni fóbicas, sino eróticas), pero aún en la historia original son muchas las reacciones que es posible imaginar en el habitante solitario que después de diecinueve años encuentra una huella. A Robinson le sucede lo siguiente: el corazón comienza a palpitarle con velocidad, se pregunta si no es una ilusión o una obra del demonio, vuelve a su cabaña y emplaza un muro para defender las propiedades; se arma, se apertrecha, espera. Lo que está en la base de ese relato no es otra cosa que la antropología hobbesiana: el otro es una amenaza, viene a despojarme de lo que es mío, o, más precisamente, no sé en realidad quién es ni cuáles son sus intenciones, por lo que es sentido como alguien de cuidado, de quien debo resguardarme. En “La isla desierta”, Deleuze manifiesta su aguda antipatía por Robinson, lo considera un protocapitalista que básicamente estropea la posibilidad de empezar el mundo de otro modo, pues estar solo en una isla desierta puede ser una oportunidad para comenzar todo de otro modo, que Robinson, con su individualismo posesivo, desaprovecha.
La hostilidad es lo que pone en marcha la pregunta política. Es decir, la organización de mediaciones retóricas e institucionales que permitan desplazar la representación de los otros como puros objetos de odio, y reducir el miedo que despierta su presencia o su inminencia. “El odio social –escribe Martha Nussbaum en su propuesta de una “justicia poética” para la que toma el texto de Dickens como hilo conductor– suele implicar una negativa a entrar en la vida de otro como un ser humano individual que tiene una historia distinta que contar, alguien que podría ser uno mismo. En ese sentido, la novela clásica cultiva, en su estructura misma, una actitud moral que se opone al odio”. Se propone aquí una relevancia política del arte literario en el origen de esa extrañísima capacidad humana para la ecuanimidad; la constitución de una vida en común capaz de sobreponerse a la pura tolerancia indiferente, tanto como a la inmediatez del odio.
La posibilidad de no solo constatar intereses propios, sino también de imaginar la vida de los otros designa una importante dimensión “poética” de la política; o bien, dicho en otros términos, pone de relieve la contribución de la literatura para el pensamiento público, en la medida en que es capaz de dotarlo de una imaginación cuya prescindencia sume fácilmente a la existencia social en una hostilidad de la que no se libra por la sola lógica. “A diferencia de la mayoría de las obras históricas –continúa Nussbaum– las obras literarias invitan a los lectores a ponerse en lugar de personas muy distintas y a adquirir sus experiencias”.
La literatura permitiría desarrollar la capacidad de pensar con lo que Kant llamaba “mentalidad extensa”; desarrollar una imaginación y una ecuanimidad –por frágil que pudiera ser– referidas a cuestiones esenciales de la vida en común, como la justicia. La novela es considerada aquí como un género por excelencia iluminista, por cuanto la imaginación literaria disminuye las pasiones de odio, la estupidez y la violencia de las personas en su desempeño social y político, al inducir nuevas maneras de imaginar el mundo y concebir formas de vida diferentes a la propia. La literatura pues no es solo –ni tanto– un íntimo placer de lectores que se circunscribe a la vida privada, ni algo impertinente respecto al rigor racional que exigen la justicia, la política y la ciencia, sino una dimensión fundamental de la forma de vida democrática; una extraordinaria contribución a la vida pública, a la reflexión moral y a la búsqueda de una sociedad justa.
La inexistencia de una imaginación del otro, su ausencia radical o su estropicio, es lo que en otra novela –Elizabeth Costello– J. M. Coetzee pone en boca de su entrañable personaje, en un alucinado discurso sobre la producción de animales al solo efecto de asesinarlos para su consumo. El problema filosófico de la imaginación (a partir de la pregunta de Thomas Nagel: “¿Cómo es ser un murciélago?”) está en el centro de la inaudita conferencia sostenida por la escritora australiana Elizabeth Costello ante un auditorio académico en un college americano, según la ficción del escritor nacido en Ciudad del Cabo: Regreso a los campos de exterminio. El horror específico de los campos, el horror que nos convence de que lo que pasó allí fue un crimen contra la humanidad, no es que los asesinos trataran a sus víctimas como a piojos a pesar de que compartían con ellas la condición humana. Eso también es abstracto. El horror es que los asesinos se negaran a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo. La gente dijo: “Son ellos los que pasan en esos vagones de ganado”. La gente no dijo: “¿Cómo sería si yo fuera en ese vagón de ganado?” La gente no dijo: “Soy yo el que estoy en ese vagón de ganado”. La gente dijo: “Deben ser los muertos a quienes están quemando hoy, que apestan el aire y hacen que me caiga ceniza sobre los repollos”. La gente no dijo: “¿Cómo sería si me estuvieran quemando a mí?”. La gente no dijo: “Me quemo, estoy cayendo en forma de ceniza”… Hay gente que tiene la capacidad de imaginarse como otra persona y hay gente que no la tiene (cuando esa carencia es extrema los llamamos psicópatas). Y hay gente que tiene esa capacidad pero decide no ponerla en práctica.
En la imaginación del otro, que revoca esa imposibilidad de ocupar su lugar, que se sustrae al destino de considerarlo como solo enemigo y al puro enfrentamiento con él, habría un desgarramiento en la clausura de la significación que reduce a lo propio y motiva el rechazo violento de lo que no lo es. Este ars imaginandi sería pues la cifra de una potencia cultural capaz de horadar las clausuras identitarias que incuban el odio hacia todo lo que les resulta extraño, y tal vez se atesore allí –en ese arte– el secreto de otra historia.
El texto que sigue a continuación buscará, sin embargo, pensar el lugar del odio en la vida humana siguiendo no la senda literaria brevemente incursionada hasta aquí, sino una vía losóca y una experiencia de vida en cuyo centro está –según quisiéramos proponer– la contundencia del odio y un minucioso registro de su acción, que es la de un paradójico y extraño poder de la impotencia. En su lejanía, en su anacronismo, en su extrañeza, esa filosofía y esa vida plantean una interlocución fecunda con los dilemas de nuestro tiempo, recorrido –como todos los anteriores o aún más– por la obra del odio.
Sobre el autor
Diego Tatián es doctor en Filosofía y doctor en Ciencias de la Cultura. Estudió su segundo doctorado en Italia. Es investigador del Conicet y da clases en varias universidades. Es un escritor prolífico y gran parte de su obra la dedicó a pensar a partir de la filosofía de Baruch Spinoza: La cautela del salvaje. Pasiones y política en Spinoza (2001), Spinoza. Una introducción (2009) son algunos de los títulos que le dedicó al filósofo condenado. También despliega una ensayística minuciosa y es autor de libros de ficción, como Lugar sin pájaros y Los seres y las cosas. Fue decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.